Fragmento del testimonio de nuestra vecina Elia Palacios Cano, quién sobrevivo al colapso del edifico Bruselas #8 esquina Liverpool de la colonia Juárez, contenido en el libro "Nada Nadie, las voces del temblor" coordinado por Elena Poniatowska.
“Está temblando”
Por Beatriz Graf
Amaneció el día normal, dice Elia Palacios Cano. Mi esposo
fue el primero en despertarse, tenía un desayuno a las ocho. Luego me levanté
yo, fui al cuarto de la niña. Le saqué su uniforme, lo puse en la cama, fui a
la cocina a prepararle su fruta. “Ándale, gorda, tu amiguita ya salió de su
casa.” Vivíamos en Bruselas 8 esquina Liverpool, departamento 5, segundo piso.
Los vecinos del departamento 3 sí salieron. “Sí mamá, ya sólo me faltan los
zapatos.” Iba a enguajar un vaso y me mareé: “Está temblando”, dije en voz
alta, luego pensé, para que lo digo, vi el foco mecerse. “Esta temblando”. “Sí
mamita”, y se vino junto a mí. El niño seguía dormido, lo cargué y nos
dirigimos a la puerta; Enrique mi esposo salió del baño y tomó de la mano a
Leslie, trato de abrir la chapa de arriba, luego la de abajo, se le cayeron las
llaves, las recogió y pudo abrir; la puerta empezó a azotarse muy fuerte de un
lado a otro, en una forma tremenda y dije: “Que salir ni qué nada, esto nos va
a botar por las escaleras”, volví la cara hacía la calle, el edificio de
enfrente se movía como yo nunca había visto moverse nada, estrellándose con el
de junto, en la pared de mi sala se abrió una ranura grandísima. “Esto no es un
temblor, es un terremoto.” Pensé en mi mamá que vive en la colonia Obrera en
una casa muy vieja y descuidada, luego sentí que caía y grité: “Enrique, la
niña”.
Hay mamita, me apachurras, me lastimas
Fue rapidísimo. Caí con el brazo izquierdo y la barba porque
con el derecho estaba cargando a Quique; no quise caer encima de él, por eso
metí la barba. Cuando nos detuvimos el niño me dijo “Ay, mamita, me apachurras,
me lastimas”. “Salte rápido”, le contesté lo saqué de debajo de mí. Me traté de
levantar pero me di cuenta de que mi brazo izquierdo estaba atrapado. Toqué al
niño, le pregunté si le dolía algo. “Esta muy oscuro” me dijo. “Sí, mi amor, es
que se fue la luz, quédate quietecito.” Traté de buscar a mi esposo en la
oscuridad y encontré su cabeza: “Enrique, háblame”. No me contestó. Le toqué el
pulso, no, lo moví, nada. Estaba muerto.
Al ver que no me podía sentar ni levantar me quedé tirada boca abajo. Me di
cuenta de la situación, tenía que guardar mucha calma, estar tranquila. Traté
de imaginar qué techo se había caído, qué pared, pero estaba muy oscuro. Busqué
a mi niña, la llamé, Leslie, Leslie, me ayudó pensar que sino la oía fue porque
había muerto y su muerte había sido instantánea, no había sufrido. Volví a
tocar a mi esposo, su cabeza estaba sangrando, le tomé el pullso otra vez y no,
no, no, no, no.
No sería la única que me encontraba en esa situación, tenía
que estar pendiente por si alguien venía a rescatarnos, entonces me volví a
decir “tengo que estar tranquila” para no gastarme el oxígeno del lugar donde
quedé atrapada. ¿Cómo estaría la casa de mi mamá? En ese momento todos iban a
tratar de saber de todos y al ver que yo no llamaba por teléfono me iban a
venir a buscar, y al ver el edificio todo derrumbado me iban a sacar; pensé:
“Ojalá así sea”.
Después de diez o quince minutos oí a una persona que pedía
ayuda: “Ayúdenme, Ayúdenme”. Yo también empecé a gritar “Ayúdenme, Ayúdenme”;
seguramente se trataba de alguien que vivía en el edificio y está atrapado, era
inútil, ni yo le podía ayudar ni él a mí, le grité: “Tranquilo, nos van a venir
a sacar, no se gaste el oxígeno”. Al rato oí voces, un hombre y una mujer
preguntaban “¿Hay alguien ahí?” Les contesté que yo con mi hijo pero no me
oyeron y es que, como se me había roto la mandíbula, la voz no me salía clara.
Estábamos en un lugar muy pequeño, de largo no eran más de dos metros; de ancho
serían cuando mucho sesenta centímetros y otros sesenta de alto. Quedé boca
abajo pero con los pies podía detener la losa que teníamos encima. Era un
espacio muy reducido. Cuando César mi sobrino me rescató, estuvo encima de mi
tratando de zafarme el brazo porque no había lugar para que el trabajara, por
eso creo que eran sesenta centímetros de ancho. Yo le decía a mi sobrino que
cómo no tuvimos la suerte de quedar todos juntos, con vida, y el me contestó
que en ese espacio nos hubiéramos acabado el aire entre todos. Después era una
angustia pensar “Si yo hubiera abrazado también a mi hija”.
Olía a gas. A la mejor se habían apagado los pilotos de mi estufa, a la mejor
se había caído una pared de la sala y la cocina estaba en pie, fue por eso que
le pedí al niño que se arrastrara a ver si podía llegar a la cocina, que se
trajera del refrigerador un jugo, un refresco, una fruta, le dije que se
asomara al balcón con mucho cuidado y le gritara a ala gente que allí estábamos,
pero Enrique no quiso ir, y qué bueno, no hubiera podido llegar. El olor a gas
desapareció al rato, o a la mejor me acostumbré.
Hice el intento por zafar mi brazo. Había unas tablas cerca
de mí y me di con una tabla, me quería romper el brazo; “si lo restiro me lo
puedo romper, lo puedo cortar y luego lo amarro con mi camisón para no
desangrarme”, me di con el tacón de la zapatilla, con una piedra, pero nada. Me
dije: “Si Dios quiso que quedara así atrapada, fue por algo, tal vez sí se
derrumbó el edificio y si trato de salir voy a perder la vida”. Quique no tenía
ni un raspón y decía yo: “!Ay, Dios mío, permiteme salir con vida, que me
sienta bien, porque si llego a desfallecer mi hijo se va a quedar aquí solo,
atrapado, y va a ser una muerte muy fea, tengo que aguantar”. Me quedé quieta
junto a mi hijo. Sentí unas toallas en los pies, las jalé un poco pero no las
alcanzaba, el niño sí se podía sentar, y le dije: “Mi amor, ve tocándome las
piernas y cuando llegues a mis pies las vas a sentir”. Y me dio las toallas,
acomodé una tapando el cuerpo de mi esposo para que el niño no lo tocara, otra
se la puse a Quique para que se pudiera acostar y la otra me la traté de
acomodar debajo de las piernas porque había muchas piedras y me lastimaban,
pero no pude; tapé al niño que decía que tenía frío, aunque yo no creo que era
frío; eran sus nervios. No me pidió de comer, ni agua ni nada, sólo preguntó
qué había pasado y le dije que había sido un temblor: “Pero van a venir a
buscarnos, estate tranquilo, aquí vamos a estar los dos”. Y se quedó dormido.
Dormía bastante.
Horas más tarde oí cerca las máquinas, oí voces, taladros.
Eso me dio serenidad, pero tuve miedo de que sin darse cuenta tiraran la
protección que teníamos. Yo los oía pero ellos nunca me escucharon, yo les
gritaba “estamos aquí, ayúdennos”. Fue una de las cosas que me mantuvo
despierta casi todo el tiempo, la preocupación de que se acercaran mucho y
taladraran en la losa que nos cubría. En la oscuridad no sabía si era de día o
de noche. Me imaginaba la noche cuando oía encima de mi cabeza menos actividad.
“Debe ser la noche; no trabajan igual.”
Al día y medio sentí mucha sed, tenía la cara muy inflamada, hambre no sentía,
más bien era sed y la preocupación de que nos fueran a lastimar al tratar de
rescatarnos, también tenía deseos de vivir, ganas de vivir, de salir de ahí.
Sentí que cada vez estaban más cerca, los olía, los sentía cerca, gritaba “con
cuidado, estamos vivos pero no me puedo zafar, con mucho cuidado por favor”. Yo
pensaba que iban a quitar la losa de encima, a sacar a mi esposo, a Leslie mi
hija y después a Enriquito y a mí. Cuando los sentí muy cerca tomé el brazo de
mi esposo, toqué su mano y le dije: “ya vienen por nosotros y tú te vas”. Le
acaricié la cara, lo abracé: “Nos vamos a separar físicamente, pero siempre
vamos a seguir juntos”. Me despedí de él.
Entonces sucedió el segundo temblor. Oí que las personas de afuera dijeron
“está temblando, muchachos, tranquilos, que no haya pánico”, acosté al niño
boca abajo, le tapé la cara, subí los pies para detener la losa y le pedí a
Dios que no se fuera a derrumbar el pedacito donde estábamos. Ya no trataron de
rescatarnos. Creo que me quedé dormida porque luego no supe si de verdad había
temblado o había sido un sueño, no sabía si ellos habían estado cerca o me lo
imaginé, pero sí, creo que les dio miedo y se fueron.
Después supe que sólo mi sobrino seguía escarbando.
El sábado, día en que nos rescataron, yo estaba perdiendo el sentido. Vi a mi
mamá, a mis hermanas, en perfectas condiciones, me decían que no me preocupara,
por ese lado me sentí tranquila, pero empecé a sufrir alucinaciones porque soñé
que me habían sacado y llevado a mi departamento y le dije a Quique: “Vas a
dormir en tu recámara”. “Pero ¿en cuál mamita?” “En tu recámara, la televisión
está encendida.” Él sí estaba en la realidad de las cosas.
-No mamá, eso no es cierto-me decía.
Soñe que tenía mucho dinero y me compraba una casa con alberca, tenía hasta
sirvienta. Alrededor de la alberca había muchas piedras que me lastimaban: “A
ver, esas piedras encérelas, púlanlas, píntelas, a ver que les hacen porque ya
no las aguanto”. Le preguntaba al niño qué quería comer. “Pero no hay comida
mamá”, “Sí, mi vida, ahí está la sirvienta y te va a preparar lo que se te
antoje”, “Pues quiero mi espagueti con quesito y crema”, “¿Nada más? Ándale, mi
amor, tú sí puedes levantarte, allí está tu comida en la mesa, ve por ella”,
“No mamita, yo creo que es un sueño porque yo no veo nada, mejor ya no como, no
tengo hambre”.
Ésa fue una de mis alucinaciones, por eso cuando Enriquito salió lo primero que
pidió fue espagueti...